Sentí una extraña sensación, pero nada incómoda, sentía como si las altas montañas que rodean el complejo arquitectónico me miraran en silencio, como alguna vez miraron a los habitantes de esta maravillosa ciudad enclavada en los Andes, un excepcional balcón levantado piedra a piedra sobre los perfiles del agreste terreno.
Vale la pena estar aquí, imaginar la vida cotidiana de sus antiguos habitantes, tocar las piedras y escuchar los ecos añejos del pasado, mirar y dejarse mirar por las montañas, por su vegetación, en esta terraza que mira al cielo bien sujeta a la tierra y donde parece que el tiempo se detuvo a tomarse un respiro pero se quedo contento y no tiene prisa de echar a andar de nuevo.
Vuelvo a Cuzco con la mirada llenita y la cara roja como un camarón.